Tolerancia y perdón
Publicado
el lunes, 16 de diciembre de 2013, en la sección Imagen del Diario de Yucatán.
Jorge
Luis Hidalgo Castellanos
Una vez más en la
lucha por el poder que ha vivido a lo largo de su historia el reino, un nuevo
grupo venció en abril de 1975 y arrasó con todo. Lo establecido antes ya no
servía, para nada. Iniciaba una nueva era en el país asiático, el año cero del
jemer rojo (Khmer Rouge) y, según sus
líderes, había que cambiarlo todo. El régimen comunista-extremista tomó el poder del reino y empezó a destruirlo, comenzando por una
gran parte de su población, más de 2 millones, a la que aniquiló en pocos años.
Parte de esa barbarie entre
hermanos tuvo lugar a unos 15 km de la capital de la actual Camboya, en uno de
los más de 300 campos de exterminio (Killing
Fields) que hubo en ese tiempo en el país, el tristemente célebre Choueng
Ek, en las afueras de Phnom Penh. Un terreno de una hectárea protegido con un
muro de varios metros de largo cuyo zaguán se abría de noche para recibir
camiones con gente que no sabía realmente cuál era su destino y por qué estaba
presa. Gente hambrienta, débil, torturada, algunos con hijos. Niños y nenes.
Todos juntos en la oscuridad.
Al cerrarse el portón
iluminado por un débil foco, nadie sabía, salvo los guardias del jemer rojo,
que ya nunca más saldría de ese lugar. A varios de los arrestados los obligaban
a cavar amplios fosos en los que al final acabarían sus miserables vidas, la misma
noche en que llegaron. Se acompañaba las tareas con música, resultado de una
decisión cruel y demencial. En altavoces colocados en los múltiples árboles del
centro de detención se reproducían cantos corales del jemer rojo que ensalzaban
a los jefes, al trabajo comunitario, a la nueva era, al mundo igualitario e
ideal. Los vecinos del lugar no escuchaban más que esas grabaciones y se
imaginaban que había fiesta y por ello gritos. Todo lo contrario.
Los guardias de la
llamada Kampuchea Democrática tomaban las herramientas agrícolas: palas,
machetes, zapapicos, azadones, hoces y palos y se dirigían a donde estaban los
prisioneros pero no los hacían trabajar, simplemente los asesinaban a sangre
fría. Nada se escuchaba pues el sonido de las bocinas era muy alto. No se
usaban balas porque además de ruidosas resultaba caro, mejor a golpes y que
cayeran directamente en la fosa común. Algunos otros eran obligados a cubrir de
tierra las fosas donde algunos aún agonizaban, antes de también ser
aniquilados.
Un árbol muy grande del
actual Centro del Genocidio de Choueng Ek es testigo mudo de lo que pasó con
los bebés. Los verdugos los tomaban de los piecitos para estrellar sus cabezas
contra el tronco. Decían que era instantáneo y eficaz. Brutal e inhumano, sin
duda. Hay testimonios, incluso de los propios asesinos y otros jemeres rojos
que posteriormente fueron detenidos. Verdaderos caínes que en tres años
acabaron con la tercera parte de la población camboyana. Maestros,
profesionistas, doctores, cultos, sin cultura, ricos y pobres, principalmente
si usaban lentes o vivían en la ciudad, eran enemigos del sistema y enviados a
trabajar al campo para aumentar la producción de arroz, la base de la alimentación
del país. No se les daba de comer, o poco, y las jornadas eran extenuantes.
Varios murieron sembrando o cosechando, otros además fueron asesinados.
Choueng Ek es hoy un lugar
conmemorativo para no olvidar lo que no debe hacerse y practicar la tolerancia.
En él no hay más que senderos entre los jardines y patios con lugares señalizados
con un número. El visitante recibe un par de audífonos y un aparato que reproduce
en el idioma escogido -incluso español- una explicación de lo que en ese
preciso lugar se hacía con los prisioneros. Después del 4 y hasta el 19 no se
puede evitar que alguna lágrima asome y se dude enérgicamente de la naturaleza
humana. Las fieras son incapaces de asesinar, uno tras otro y, en cuestión de
horas a cientos de semejantes. También impresiona, si no se escucha la narración,
percibir que los ojos solo ven árboles y plantas. Todo en general silencioso y sin
que nada deje ver que fue un lugar de exterminio masivo de los camboyanos.
Solo al finalizar el
recorrido existe algo que resulta sobrecogedor a la vista. Una construcción a
manera de pagoda local con paredes de vidrio, a través de las que se pueden ver
millares de calaveras en diversos niveles. Es la estupa conmemorativa que reúne
parte de los restos encontrados en el lugar y clasificados por expertos
forenses. Algunos ha sido identificados, muchos todavía no. En varios de los
5,000 cráneos se nota a simple vista una fractura, un agujero o una rajada. Son
consecuencias de la manera en que fueron victimados.
Un pequeño museo con
fotografías, pinturas y hasta un documental corto se pueden ver como última
parte de la visita, incluso ahí se conoce a algunos integrantes del jemer rojo
procesados en el tribunal internacional establecido en 2007. Nunca se
juzgó en él al principal cabecilla rojo, Pol Pot, quien ya viejo y
¿tranquilo? murió cerca de la frontera con Tailandia. Su castigo, según el
budismo local, estará en el karma.
Entre las polvorientas
calles, cuando se va de regreso de Choueng Ek a la ciudad, el mundo se ve de otra
manera. No obstante, las sonrisas auténticas de los camboyanos que se encuentran
en el camino devuelven al visitante la esperanza en la humanidad. Esta gente
pareciera no haber sufrido y si lo hizo, ya ha perdonado. Tiene derecho a que le vaya bien.H
Copyright
2013. Texto & fotos: Hidalgo©
No hay comentarios:
Publicar un comentario