Jorge Luis Hidalgo Castellanos
Los globos reventaron encima de las cabezas de algunos asistentes cuando fueron tocados por los puntiagudos dardos disparados desde el escenario central, en lo que era la tercera ronda de tiro al blanco en el espectáculo voluptuoso de la noche.
Ellos boquiabiertos, ellas sorprendidas, unos más complacidos y la mayoría incómoda, se encontraban todos en un bar semioscuro y bullicioso que recordaba el de alguna película de Quentin Tarantino o Robert Rodríguez donde se mezclaba personal de ambos sexos, extranjeros de diversas nacionalidades y tailandeses. No era muy tarde en esa noche de mitad de la semana, pero el ambiente parecía el de un viernes o sábado en el local ubicado en conocida calle de entretenimiento nocturno en Bangkok. No había diferencias sociales ni rangos jerárquicos en ese momento.
En otro escenario, después de haber fumado un cigarrillo, las muchachas se lanzaban pelotitas de ping pong que certeramente entraban en el hoyo destinado o en alguna bolsa colocada sobre el piso del entablado con espejos —incluso en el techo— alrededor del cual había sillas altas en las que curiosos, y seguramente asiduos, espectadores se deleitaban mirando casi sin pestañear. Las blancas y leves pelotitas recorrían la distancia acrobáticamente por entre las piernas y entraban.
El grupo de foráneos europeos y latinoamericanos parecía no dar crédito a lo que veía a pesar de haber oído mucho al respecto e incluso haber visto algo parecido en alguna película australiana. Bebían cerveza y presenciaban desde la última fila, a escasos cuatro metros del escenario, viendo pasar chicas que parecían púberes ninfas que coqueta pero desvergonzadamente iban y venían. A un lado una de ellas comía un plato típico, alegremente con un anciano caucásico de ojos claros, más gozoso todavía.
Una chica del local se aproximó a la rubia del grupo y le habló amistosamente. Al poco tiempo le acarició la mejilla, sin que entendiera una sola palabra, no sólo porque se expresaba en otro idioma, sino porque casi no podía articular palabra alguna y trastabillaba. De pronto se alejó. Otra ronda de cerveza llegó y con ella, la mujer que abordó una vez más a la rubia, pese a estar con dos amigas, su esposo y cuatro amigos. El show continuaba, con música a todo volumen a ritmo de hip hop y varias muchachas, no menos de ocho, se encaramaron en el escenario para bailar frenéticamente, contoneando sus frescos y delgados cuerpos y agitando los brazos y las cabezas.
Los amigos y el esposo veían a uno y otro lado, atentos, hasta que la chica besó a la rubia en la mejilla al tiempo que la música acababa; se apresuró entonces para subir a la tarima y como si siguiera un guión comenzó junto con otra canción a contonearse mientras la rubia se carcajeaba, nerviosamente aliviada, con sus amigas después de haber vivido el sorpresivo ataque de la morenita asiática. Sus amigos, ya tranquilizados, dieron un trago a sus respectivas botellas en medio de la agobiante noche bangkokina y volvieron la mirada al escenario donde las estrechas caderas de las chavalas se agitaban estridentemente en armonía con sus desnudos y alargados brazos que subían y bajaban como si bailaran a gogó. Todos ellos sonrieron complacidos.
“The Long Gun” se llamaba el lugar, y no podía ser otro el nombre de un centro nocturno de una calle llamada Cowboy, donde en las tórridas noches de Bangkok la gente se refresca con cerveza y hasta pueden resultar entretenidas.
Copyright 2011 Texto & Fotos: Hidalgo
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